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Hechos 12:5 “Así que Pedro estaba custodiado en la cárcel, pero la iglesia hacía sin cesar oración a Dios por él”.

Escrito Por: Dayse Villegas Zambrano

Hoy hablaremos acerca del hombre que encerró a Pedro en la cárcel. Herodes Agripa I, nieto de Herodes el Grande, gobernó Galilea y los territorios del norte del año 37 al 41, y fue rey de Judea o rey de los judíos del año 41 al 44. Usando un título usurpado a Jesús, el digno rey de los judíos, Agripa fue poderoso, pues recibió el respaldo del emperador Calígula y del emperador Claudio.

Este hombre fue quien vivió en los tiempos de la dispersión de la iglesia por parte de los sacerdotes, y se unió a ellos para agradarles, aunque se odiaban entre sí, necesitaban pactar para mantenerse en el poder con relativa tranquilidad. Los apóstoles fueron el sacrificio elegido. Herodes mandó a matar a Jacobo, hermano de Juan, y apresó a Pedro para un momento más oportuno, después de la pascua, proyectando un espectáculo similar al que hicieron con Jesús.

La desaparición de Pedro por medios milagrosos le causó tanta frustración a Agripa que dio muerte a los guardias de la cárcel y dejó Judea para olvidar su derrota e irse a Cesarea, donde se celebraría un festival en honor al emperador Claudio. Engañado por sus súbditos de Tiro y Sidón y por su camarero Blasto, se vistió de ropas reales y dio un discurso que fue recibido más que con aplausos, con adulación. “Voz de Dios y no de hombre”.

Aquí empieza la reflexión. Dios no hirió a Herodes cuando mató a Jacobo, ni cuando apresó a Pedro. Lo esperó hasta ese momento en el tribunal de Cesarea. ¿Por qué? “Por cuanto no dio la gloria a Dios”. Dios dio a Herodes la oportunidad de conocer a los apóstoles y de oír de ellos el evangelio de Jesucristo. Herodes rechazó el mensaje y mató y encarceló a los mensajeros.

La palabra del evangelio es la medida por la que hemos de vivir y morir todos los que la hemos oído. Sin excusas de nacionalidad o estatus. En Juan 12:48, Jesús dice: El que me rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero.

El profundo sufrimiento de la iglesia importa mucho y está lleno de sentido. En la vida y en la muerte ella testifica de Jesús a este mundo. En esa fidelidad y perseverancia, la palabra del Señor crece y se multiplica. No despreciemos la adversidad ni le tengamos miedo al rechazo. Para el Señor vivimos, y para el Señor morimos. Mantengámonos unidos, ayudémonos en el camino, no pongamos obstáculos a ningún hermano añadiendo a su carga con palabras, actitudes o con indiferencia, pues al unirse con nosotros espera encontrar el abrazo del Padre y de la iglesia, sí, aun los hijos pródigos que vuelven a casa. Imitemos a nuestro Padre. En el mundo hay bastantes Herodes. En el cuerpo de Cristo no hay lugar para eso. Tratémonos con preferencia, con ternura, con bondad. En el mundo hay aflicción. Venzamos en Jesucristo al mundo.

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