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Hechos 24:16 “Y por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres”.

Escrito Por: Dayse Villegas Zambrano 

Pablo había pasado de manos de los judíos a las del tribuno de Jerusalén Claudio Lisias y a las del gobernador de Judea Marco Antonio Félix. Los judíos tenían muy claro que querían matarlo. Se habían comprometido a ayunar hasta que lo consiguieran. En cambio, las autoridades no sabían qué hacer con él. 

Esto no significa que Pablo estuviera a salvo. El gobernador Félix es descrito en la historia como un hombre cruel, que aceptaba sobornos y contrataba sicarios para deshacerse de sus enemigos, tal como hizo con un sumo sacerdote judío, a quien mandó a matar durante una celebración en el templo. Si bien era conocedor de las costumbres judías, pues su esposa era judía, e incluso estaba bien informado acerca del Camino del evangelio (Hechos 24:22), no era un hombre temeroso o piadoso. Él no se detendría ante la ciudadanía romana de Pablo, que era su única defensa civil. 

En ese momento en que el pueblo y las autoridades estaban en su contra, Pablo usó su argumento de defensa: no sus derechos como judío ni como romano, sino una conciencia tranquila delante de Dios y los hombres.  El valor de una conciencia sin ofensa es inapreciable. Uno puede dormir, como Pedro, en la celda más oscura, encadenado a los soldados, despertar y ver a un ángel, y pensar que sigue soñando. Uno puede enfrentarse a una multitud o a los poderosos, como Pablo, un hombre a quien muchos describen como pequeño, frágil, nada imponente ni un gran orador, que sin embargo podía hablar ante cualquiera de la fe en Jesucristo, de la justicia, el dominio propio y del juicio venidero, temas que espantaban aún a incrédulos como Félix (22:25). 

Ahora, estos son dos casos personales, pero la cuestión es que la iglesia, como un todo, necesita ese atributo de una conciencia sin ofensa. Si no estamos viviendo así, es momento de empezar. ¿Y cómo limpiar la conciencia? A través del arrepentimiento y el perdón divino, del abandono de las obras ofensivas y la adquisición de virtudes, de frutos espirituales. Eso no podemos lograrlo solos. Pero hay un remedio: la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado (1 Juan 1:7). 

Esta sangre nos lavó una vez para siempre, pero eso no significa que fue una limpieza ocasional, porque nuestra relación con su portador, Jesús, no es pasajera. Esta es una relación eterna que nos brinda una protección continua que no ha perdido su efecto, sino que cada día está disponible para limpiarnos. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Como iglesia, no podemos aferrarnos a méritos humanos para defendernos de la adversidad. Una ciudadanía en la tierra, un registro de propiedad, los derechos civiles y humanos están muy bien, pero nosotros apelamos al cielo, procurando tener siempre “una conciencia sin ofensa ante Dios y los hombres”.

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