Jeremías 17:7-8 Bendito el varón que confía en Jehová y cuya confianza es Jehová. Porque será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces, y no verá cuando viene el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de sequía no se fatigará, ni dejará de dar fruto.
Por: Dayse Villegas Zambrano
El fruto es producto de la fe. La conexión entre Jesús y nosotros –la vid y los pámpanos– se mantiene por la creciente confianza en la buena voluntad de Dios. A partir de que empezamos a confiar en él, empezamos a tener una vida bienaventurada.
No es raro que olvidemos este hecho y lleguemos a pensar que somos desdichados porque nos ocurrió una calamidad, porque no fuimos tratados como esperábamos o necesitábamos, porque nos sentimos solos o porque no alcanzamos aquello que queremos.
Pero lo cierto es que quien ha creído en el Señor tiene la condición de bienaventurado. Esta es la canción del sermón de la montaña y también la del Salmo 1 y el Salmo 23 y de Apocalipsis 1. Acuda a su Biblia ahora y propóngase encontrar esta palabra.
Jeremías elige la figura del árbol lleno de fruto, presente desde Génesis hasta Apocalipsis, que nos sugiere la idea de una próspera vitalidad, de una continua provisión y de un propósito abundante. Recibe agua, tiene raíces, resiste a los tiempos, no decae incluso en medio de la carencia y “no deja de dar fruto”.
Sin fe, sin esa conexión con el ser divino, es imposible dar fruto. Sin fe nos hundimos, como Pedro al dar unos pasos fuera de la barca. No es que no la haya en nosotros, pero es que es frágil y se debilita, y por eso debe ser alimentada, ejercitada y puesta a prueba. Pero nunca puesta en duda. La fe existe para que tengamos vida y vida en abundancia (Juan 10:10).