Juan 12:24 “De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto”.
Por: Dayse Villegas Zambrano
Nuestra vida es semilla y está puesta para dar fruto. Así como un grano de maíz es la promesa de una planta totalmente nueva y llena de frutos, así como una pepita de manzana es la promesa de un árbol, nuestra vida es una promesa de nueva vida, abundante y hermosa.
Jesús vio su vida como el origen de una obra eterna, y por eso se plegó al plan de ir a la cruz, de morir y ser sepultado, no por resignación, sino por la promesa que había delante de él, de un nuevo reino y una nueva creación.
Nos da temor la muerte porque pensamos en ella como algo desconocido que enfrentaremos solos y que nos separará de nuestros seres amados. Es natural y es humano, no es algo de lo que debamos avergonzarnos, pero tampoco es algo que deba paralizarnos.
Jesús no contempló la muerte con indiferencia, sus últimos días son descritos como la Pasión, una temporada de lucha entre su convicción salvadora y la perspectiva del tormento; entre sus naturalezas divina y humana. Una batalla ganada con oración y ayuno.
Jesús la enfrentó y venció, y por él, nosotros no vamos a la muerte a ciegas, sino sabiendo que es un estado temporal del que nos levantaremos. No vamos solos, sabemos que él ha prometido estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo, y eso incluye el día de nuestra muerte. No vamos en la completa desesperanza de la separación eterna, pues sabemos que los muertos en Cristo resucitarán en el mismo día para no separarse más.
En el momento en que conocimos a Cristo morimos al pecado, y a partir de ahí hemos estado dando fruto y adquiriendo la capacidad de dar más y más, hasta que veamos la plenitud, en la eternidad. Las palabras de Jesús nos dan poder para no temer a la pérdida, sino pensar en cómo él, obrando en nosotros, produce gran ganancia. “El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará”.