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Romanos 1:7 “Amados de Dios, llamados a ser santos: Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo”.

Por:  Dayse Villegas Zambrano

La gracia y la paz son compañeras. Vienen del mismo Dios. Al perseverar en la gracia de Dios, como hemos venido aprendiendo, también daremos ese aspecto del fruto del Espíritu que es la paz. Tal vez, como creyente, se siente agobiado, desesperado, sobresaltado por lo que vivimos y por lo que vemos en las noticias. Ha dejado de ser una percepción, sentimos que las amenazas a nuestra integridad han dejado de ser lejanas, para ser muy reales. 

Tocan a nuestros vecinos, a nuestros amigos, a nuestros compañeros de estudios y de trabajo. A los ancianos y a los niños. Es imposible no conmoverse. No vamos a negar eso. Pero sí creemos que ni siquiera eso debe quitarnos la tranquilidad de corazón a nosotros que somos amados de Dios y que hemos sido llamados a ser santos, y que hemos recibido del Padre y del Señor Jesús gracia y paz. 

Mire usted quiénes nos las han dado. ¿Cree que dejarán que alguien venga a quitárnosla por la fuerza? ¿O que nos han dado una sola dosis de ambas virtudes y ya no tienen repuesto ni refuerzo en caso de vernos en necesidad? Cuando entendemos esto, nos enderezamos y levantamos la cabeza. Toda situación en la tierra es temporal, pero las promesas de Dios son eternas. Y la gracia es una promesa que se desenvuelve cada día, garantizada por la presencia del Espíritu de Dios en nosotros. 

Pablo encomendó a los creyentes de Roma, la ciudad más peligrosa del imperio para ser judío y para ser cristiano en el primer siglo, gente que podía entender a la perfección esto que estamos pasando nosotros, cristianos del siglo XXI.  Encomendémonos unos a otros a la gracia de Dios. No lo dejemos para otro día. No lo olvidemos por las prisas. Al salir, al despedirnos, al saludarnos, demos gracia y paz, que tenemos porque Dios nos ha provisto. En este año que empieza, que esa sea la bendición de todos los días.

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