Romanos 6:22 “Más ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna”.
Por: Dayse Villegas Zambrano
Nuestra historia fue revertida en la cruz. Íbamos a recibir la paga del pecado por ese fruto en pudrición que habíamos elegido, pero ahora recibimos la vida eterna que produce el fruto de la santificación.
La santificación es el progresivo crecimiento de los creyentes hasta alcanzar la imagen de Cristo. Significa que hemos sido puestos aparte por Dios para que se desarrolle nuestro proceso de refinamiento, para que pongamos en uso nuestros dones a su servicio y para que se manifieste el fruto espiritual. No significa ser quitados del mundo, pero sí guardados del mal para que podamos depender de él y ser obedientes a él en nuestra vida diaria, en medio de las realidades del mundo en que estamos.
La santificación es el deseo de Dios para nosotros. Es obra de su Espíritu y es un acto divino que usa materiales que están a nuestro alcance: su palabra, la oración, la koinonia o comunión con otros creyentes, la adoración y el servicio. Somos participantes, no como los líderes de nuestra santificación, sino como los liderados. No como los maestros, sino como los discípulos. Por eso decimos que el discipulado es de por vida.
La santificación se nota porque nuestro carácter va mudando hasta que el que trata con nosotros empieza a distinguir en él los rasgos de Cristo: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. Ya no se estrellan contra nuestras naturalezas volátiles o frágiles, sino que se encuentran con la cobertura del Señor.
La santificación es obra de Dios, pero nos hace corresponsables de nuestro propio crecimiento, pues si las herramientas están a la mano, hay que estirarnos y tomarlas, ¿Cuál de ellas ha usado hoy?.