Santiago 4:6-10 Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros. Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones. Afligíos, y lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza. Humillaos delante del Señor, y él os exaltará.
Escrito Por Dayse Villegas Zambrano
Cuando miramos la virtud de la humildad pensamos en algo que nos reduce o nos hace más pequeños, y en cierto modo es así, pero si nos quedamos con esa idea, estará incompleta. La humildad nos hace menguar para que Cristo pueda crecer en nosotros (Juan 3:30).
Mientras no crecemos en humildad, nos encontramos con resistencia de parte de Dios a nuestros planes y deseos. Porque nuestros planes y deseos sin humildad son malos. Nos hacemos la guerra unos a otros y estamos en guerra con nosotros mismos. Codiciamos y envidiamos sin poder alcanzar. En vez de pedir a Dios humildemente, queremos obtener las cosas a la fuerza, combatiendo y luchando, agotándonos e hiriendo.
Y cuando pedimos, pedimos mal, pues no sabemos hacerlo con humildad, pidiendo la voluntad de Dios, sino pensando todavía en complacernos a nosotros mismos, en estrechar lazos con el mundo.
¿Cómo se hace para crecer en humildad? Hay que dar el primer paso, el del arrepentimiento y la obediencia. “Someteos, pues, a Dios”, dice Santiago. “Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros”. Es un proceso que empieza por renunciar al pecado y dejar la duplicidad de decir que amamos a Dios cuando todo lo que queremos es agradarnos a nosotros mismos. Es también un quebrantamiento del corazón, de aflicción sincera y de admitir que hemos estado batallando en vano.
Dios espera que tengamos el buen sentido de humillarnos, pues a continuación, él asumirá el trabajo de exaltarnos. Pues no es su intención que vivamos llorando y cabizbajos. Sino que andemos como es digno, en confianza y cercanía.