Mateo 10:32, A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos.
Por Dayse Villegas Zambrano
¿A qué le tememos nosotros, como discípulos? Jesús nos enseña algunos de nuestros más grandes miedos y cómo enfrentarlos. El primero de ellos, el miedo a decir la verdad por temor a las reacciones. “Lo que os digo en tinieblas, decidlo en la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde las azoteas”.
Lo que recibimos del Señor es para compartir, para sacar a la luz, para decir en voz alta, para confesar. Y la mayor confesión es una persona, Jesús. Afirmarlo delante de los demás como Señor es el acto de fidelidad que él espera.
Luego está el temor a la muerte, que es muy normal porque es algo a lo que los seres humanos no pueden darle solución, es el fin de la historia o al menos así lo hemos visto siempre. Jesús corrige esta visión, la muerte no tiene la palabra final. “Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno”.
Alma y cuerpo no estarán separados para siempre, fueron hechos como una unidad. La muerte física es una tragedia porque rompe esa maravilla de manufactura divina. Pero no es para siempre. Lo que debe preocuparnos es el destino eterno de estos dos, juntos.
¿Qué promete Jesús a sus fieles, a los que se enfrentan a sus temores? Reciprocidad. “Yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos”. Necesitamos esa afirmación, y en esto, Jesús espera que demos el primer paso.